jueves, 22 de marzo de 2012



Lucho Bermúdez fue consciente de su lugar en el mundo. Se sabía par de Rafael de Paz, de Dámaso Pérez Prado, de Ernesto Lecuona. Y por eso podía decir quién guardaba deudas con su arte. "Quiero que usted sepa que (Eduardo) Armani nunca me dio nada", le dijo un vehemente Luis Eduardo Bermúdez a su biógrafo, José Portaccio Fontalvo, en referencia al director de orquesta argentino que también hizo del porro y la cumbia su carta de presentación, según cuenta en su exhaustiva investigación, Carmen de Bolívar.


"Yo sí le di a él todo lo que necesitó cuando yo estuve en Buenos Aires", remataba. Y, de esa manera, el músico explicaba quién era hijo de quién.


Difícilmente se encuentra uno con una foto de Lucho Bermúdez que no lo presente con elegante corbatín y gruesos anteojos. Más allá de una iconografía visual, en ambos elementos podrían estar reflejados los intereses por los que propendió el músico bolivarense: la inquietud por llevar hasta los grandes y finos salones de baile del interior de Colombia una música normalmente vista con respingo en esas mismas ciudades.Y, por otra parte, más allá de compartir instrumento, siempre estaba bien que otro rasgo externo, en este caso las notorias gafas, lo hermanara con una de sus mayores influencias en vida, el clarinetista de jazz Benny Goodman, de quien se consideraba émulo y alumno en la distancia.


Hacia 1965, en Buenos Aires y con el apoyo de músicos argentinos, Lucho Bermúdez compuso y grabó un tema llamado Maqueteando, catalogado por el mismo creador como 'gaita-jazz'.


Aunque pocas veces usó deliberadamente ese rótulo para referirse a una creación suya, para nadie es un secreto la existencia de elementos formales provenientes de la gran tradición norteamericana en su obra, no solo reflejada en la presencia de improvisaciones y síncopas, sino en el interés por preservar hasta los últimos instantes de su vida una formación de estilo big band, una densidad orquestal difícilmente manejable hoy, cuando la economía afecta directamente todo emprendimiento estético.


Eran otros tiempos los que corrían cuando el Caribe colombiano estaba inundado de bandas, pero musicales. Y Lucho Bermúdez, joven aprendiz de vientos que compuso su primera canción a los 9 años, iba de pueblo en pueblo, de voz en voz, siendo el aspirante más joven a llevar la batuta de cualquiera de ellas. Empezó humildemente como impúber conductor de la Banda del Batallón Córdoba en Santa Marta -como bien lo registra Portaccio en Carmen de Bolívar, Lucho Bermúdez (1997)- hasta lograr conformar la suya propia, la Orquesta del Caribe, en un estilo más tropical que marcial, en 1939, a sus 27 años. Y como si se tratara de un detonante para la inspiración, a la posibilidad de tener por fin conjunto propio seguiría la inspiración infatigable. Y los éxitos.

Marbella, Borrachera y el mapalé Prende la vela fueron los primeros.


De esa última pieza, con letra de Ramón de Zubiría, vale la pena decir que sorprende su condición deliberadamente desnuda y vernácula, un dechado de percusión mil veces reinterpretado por folcloristas como los Gaiteros de San Jacinto, la Cumbia Soledeña, Totó la Momposina, a pesar de haber nacido con los ropajes de una moderna big band. Mención aparte cobra su también recién nacido himno Carmen de Bolívar. Luego vendría lo demás:sus diferentes orquestas y cantantes, las giras internacionales, sus ritmos tumbasón y patacumbia, sus más de mil composiciones y la inmortalidad.


Cumbia de frac

Bermúdez nació el 25 de enero, hace 100 años. Y como si se tratara de una excepción a la muy colombiana regla, es uno de los pocos baluartes que no solemos recordar únicamente cuando las fechas lo ameritan. Pocos artistas tan recurridos en nuestras fiestas y jolgorios. Pocos nombres como el suyo se nos vienen tan instantáneamente a la cabeza cuando alguien pregunta quiénes somos, de qué país venimos.


En entrevista para la Radio Nacional, el periodista Andrés Salcedo, a quien Lucho Bermúdez le grabó el paseo Tierra mía, en la década del 60, recordó la importancia del director de orquesta como el hombre "que vistió de frac a la música del Caribe".


Probablemente solo de esa manera, poniéndole al sonido de la cumbia y la gaita las ropas elegantes que él mismo ostentaba frente a su orquesta, podría haber logrado Bermúdez el milagro de que una fría Bogotá, una pacífica Cali, una autorreferencial Medellín voltearan la mirada hacia el sonido bailable, melodioso y frenético que flautas de millo, gaitas y acordeones habían logrado crear, pero no exportar.


Ese mismo milagro se repetiría en la escena de Eugenio Nóbile y Eduardo Armani ofreciéndole sus músicos para conformar una orquesta de porro, cumbia y gaita en Buenos Aires. O en la de verse dirigiendo, en La Habana, a los Lecuona Cuban Boys, por solicitud del mismísimo autor de Siboney y mentor de la agrupación, Ernesto Lecuona.


O en la imagen de una joven cantante, de nombre Celia Cruz, esperando en la entrada de un hotel al maestro y a su esposa, Matilde Díaz, a quienes solía escuchar y admirar por obra y gracia de la radio de onda corta.

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